José Ibáñez
Se abre el telón. Sobre el escenario
flota un humo púrpura, una niebla fantasmagórica que envuelve las lápidas y
permite entrever los sepulcros vacíos. El teatro es inundado por los suaves
tonos que regala la Sonata en La menor
para violín y clavicordio de Albinoni. La melodía se lava el rostro y
agiliza su labor. Es la señal para el comienzo del tragicómico espectáculo. El
foco azulado centra la atención en el margen superior derecho, allí desde donde
los artistas, disfrazados de esqueletos divertidos, se descuelgan en el
trapecio volante y, sin nadie que los atrape en su vuelo magistral, se van dejando
caer al interior de las fosas. El estruendo es terrible. Sin duda, si no
estaban muertos, ahora lo están. No se oyen lamentos. Con la caída del último
trapecista entra en escena el enterrador; pala al hombro, botas desgastadas y
aire resignado. Tras cubrir de tierra cada uno de los cuerpos, regresa a los
bastidores. Despacio, rascándose el trasero. Se cierra el telón.
Esta escena, creada por mi perturbada
imaginación, bien podría ser la última gran escena representada por los 400
empleados que, durante este año, serán despedidos por “Le Cirque Du Soleil” (el archifamoso El Circo del Sol). Parece una
cifra desorbitada para un espectáculo circense y ciertamente lo sería si no
estuviéramos hablando de uno de los shows más famosos y prolíficos del mundo. Durante 29 años, la compañía que se gestó en las
calles de Montreal, ha ido expandiéndose y llenando de fantasía todos los
rincones de la tierra, llegando a sostener 19 espectáculos diseminados por todo
el planeta de forma simultánea.
Los artífices de esta magnífica
expresión de la magia escénica, desconocedora del término estrictamente humano
“frontera”, son los 5.000 trabajadores de la compañía de origen canadiense. Este
elevado número de asalariados justifica, para Renee-Claude Menard, portavoz de
la empresa, el despido de lo que supone “un
porcentaje bastante pequeño sobre la gente que se queda”. Tres son los
espectáculos que se cierran: Iris en Los Ángeles, Zed en Tokio y Zaia en Macao.
Si el gran Miliki (Dios le tenga en su gloria) preguntase a estos 400
facilitadores de lo inverosímil “¿cómo están ustedes?”, seguramente que estos
responderían: “Jodidos, jefe, bien jodidos”.
Quien encarne la piel de un empresario
cuya economía no sea precisamente boyante estará a estas alturas, tal vez
realizando un ejercicio de lo que bautizaremos como “empatía empresarial”,
criticando la dureza con la que arremeto contra un empresario en condiciones
difíciles, el cual se ha visto obligado a tomar decisiones difíciles. Sin
embargo, éste no es el caso. La compañía de Guy Laliberté facturó, en 2012,
unos 760 millones de euros y su portavoz se esmeró en dejar claro a los medios que
“el Circo no está en crisis”. No
obstante, el caudal de ingresos no permite hacer frente a los gastos en la
forma en que a estos les gustaría (alguien tiene un jodido agujero en el
bolsillo). El despido es una práctica empresarial legítima, lo que no impide
que, para los que anteponemos el arte y el espíritu al vil metal, actuaciones
como estas supongan una suerte de decepción.
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