Javier Caudet
Érase
una vez un país sin presidente. Sucedió como si nada, de la noche a la mañana,
sin aspavientos ni histrionismos, alguien, en alguna barra de un bar perdido de
España, dijo, ¿oye, y dónde está Rajoy? Acostumbrado el pueblo a los largos
silencios de su Presidente, sucedió que, en lugar de un mes y pico sin
comparecencia alguna, está vez habían pasado más de tres meses y la gente ni se
había enterado. Total, los recortes seguían cayendo como siempre, hasta tal
punto que el ciudadano medio podía llegar a pensar que eran los mismos recortes,
como ente abstracto, y no Mariano Rajoy, el verdadero Presidente.
Tampoco
se notó en demasía la ausencia de un señor que una vez al mes se plantaba con
toda la pompa y la escenografía delante de la prensa para dejarles ir cuatro
vacuidades, un hilillo de esperanza, un halago al estoicismo y algún titular
para no enemistar a los periodistas. Sucedió que éstos, los hasta entonces
profesionales del peloteo, representantes de la humillación dialéctica y de la
postración argumental, se cansaron de malgastar recursos en las ruedas de
prensa de tan insulso orador. Cuentan que, enfadados incluso, le dejaron una
nota reivindicando su humanidad y criticando que el Gobierno no les concediera
un status de interlocutores y los viera más bien como pies de micrófono:
imprescindibles para la comunicación pero manejables y prácticos.
Así que
la prensa le dio la espalda al Presidente. Y sucedió que, como en aquel pueblo
donde cayó el campanario de la plaza mayor y nadie se enteró hasta que un periodista
lo twiteó, los votantes ni se percataron hasta que alguien se acordó de “aquel
señor de la barba”. Por su parte, el Presidente, como esos dictadores que viven
en una burbuja de cristal, siguió compareciendo cada mes, puntual a su cita con
las cámaras. Aunque no se percató de que nadie las dirigía, pues ni siquiera
tenía la deferencia de mirar a los
plumillas.
Pero
llegó el día en que cayó la venda y el Presidente se sintió ridículo hablándole
a una nación (o a varias) que no escuchaba, si es que alguna vez lo había
hecho. El enfado fue tremebundo con su círculo de allegados, aquellos que le
habían aconsejado mantener un perfil público más tenue que la llama del cirio
que ilumina muchas casas españolas. Él, que en privado pataleaba como un niño
porque no le dejaban decir las cosas “como son”; él, que en alguna rueda de
prensa envistió con brío contra sus críticos espetándoles que los recortes son
inevitables, pero que tuvo que amarrar su bravura ante la imposibilidad de
confirmar la mayor: los recortes son inevitables con una tasa de paro africana
y con el empecinamiento de nuestra única posible salvadora (Merkel) en que
España entre en la postmodernidad por un tubo estrecho y lleno de pinchos. Él,
el que tenía que traer trabajo, se había quedado sin, sin comerlo ni beberlo.
Ojala se quedara sin trabajo
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