domingo, 20 de enero de 2013

El Circo del Sol … y de las sombras

José Ibáñez
Le Fou diplomatique
Se abre el telón. Sobre el escenario flota un humo púrpura, una niebla fantasmagórica que envuelve las lápidas y permite entrever los sepulcros vacíos. El teatro es inundado por los suaves tonos que regala la Sonata en La menor para violín y clavicordio de Albinoni. La melodía se lava el rostro y agiliza su labor. Es la señal para el comienzo del tragicómico espectáculo. El foco azulado centra la atención en el margen superior derecho, allí desde donde los artistas, disfrazados de esqueletos divertidos, se descuelgan en el trapecio volante y, sin nadie que los atrape en su vuelo magistral, se van dejando caer al interior de las fosas. El estruendo es terrible. Sin duda, si no estaban muertos, ahora lo están. No se oyen lamentos. Con la caída del último trapecista entra en escena el enterrador; pala al hombro, botas desgastadas y aire resignado. Tras cubrir de tierra cada uno de los cuerpos, regresa a los bastidores. Despacio, rascándose el trasero. Se cierra el telón.


Esta escena, creada por mi perturbada imaginación, bien podría ser la última gran escena representada por los 400 empleados que, durante este año, serán despedidos por “Le Cirque Du Soleil” (el archifamoso El Circo del Sol). Parece una cifra desorbitada para un espectáculo circense y ciertamente lo sería si no estuviéramos hablando de uno de los shows más famosos y prolíficos del mundo. Durante 29 años, la compañía que se gestó en las calles de Montreal, ha ido expandiéndose y llenando de fantasía todos los rincones de la tierra, llegando a sostener 19 espectáculos diseminados por todo el planeta de forma simultánea.

Los artífices de esta magnífica expresión de la magia escénica, desconocedora del término estrictamente humano “frontera”, son los 5.000 trabajadores de la compañía de origen canadiense. Este elevado número de asalariados justifica, para Renee-Claude Menard, portavoz de la empresa, el despido de lo que supone “un porcentaje bastante pequeño sobre la gente que se queda”. Tres son los espectáculos que se cierran: Iris en Los Ángeles, Zed en Tokio y Zaia en Macao. Si el gran Miliki (Dios le tenga en su gloria) preguntase a estos 400 facilitadores de lo inverosímil “¿cómo están ustedes?”, seguramente que estos responderían: “Jodidos, jefe, bien jodidos”.

Quien encarne la piel de un empresario cuya economía no sea precisamente boyante estará a estas alturas, tal vez realizando un ejercicio de lo que bautizaremos como “empatía empresarial”, criticando la dureza con la que arremeto contra un empresario en condiciones difíciles, el cual se ha visto obligado a tomar decisiones difíciles. Sin embargo, éste no es el caso. La compañía de Guy Laliberté facturó, en 2012, unos 760 millones de euros y su portavoz se esmeró en dejar claro a los medios que “el Circo no está en crisis”. No obstante, el caudal de ingresos no permite hacer frente a los gastos en la forma en que a estos les gustaría (alguien tiene un jodido agujero en el bolsillo). El despido es una práctica empresarial legítima, lo que no impide que, para los que anteponemos el arte y el espíritu al vil metal, actuaciones como estas supongan una suerte de decepción. 

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