martes, 22 de enero de 2013

El presidente que no era

Javier Caudet
Le Fou diplomatique
Érase una vez un país sin presidente. Sucedió como si nada, de la noche a la mañana, sin aspavientos ni histrionismos, alguien, en alguna barra de un bar perdido de España, dijo, ¿oye, y dónde está Rajoy? Acostumbrado el pueblo a los largos silencios de su Presidente, sucedió que, en lugar de un mes y pico sin comparecencia alguna, está vez habían pasado más de tres meses y la gente ni se había enterado. Total, los recortes seguían cayendo como siempre, hasta tal punto que el ciudadano medio podía llegar a pensar que eran los mismos recortes, como ente abstracto, y no Mariano Rajoy, el verdadero Presidente.

Tampoco se notó en demasía la ausencia de un señor que una vez al mes se plantaba con toda la pompa y la escenografía delante de la prensa para dejarles ir cuatro vacuidades, un hilillo de esperanza, un halago al estoicismo y algún titular para no enemistar a los periodistas. Sucedió que éstos, los hasta entonces profesionales del peloteo, representantes de la humillación dialéctica y de la postración argumental, se cansaron de malgastar recursos en las ruedas de prensa de tan insulso orador. Cuentan que, enfadados incluso, le dejaron una nota reivindicando su humanidad y criticando que el Gobierno no les concediera un status de interlocutores y los viera más bien como pies de micrófono: imprescindibles para la comunicación pero manejables y prácticos.


Así que la prensa le dio la espalda al Presidente. Y sucedió que, como en aquel pueblo donde cayó el campanario de la plaza mayor y nadie se enteró hasta que un periodista lo twiteó, los votantes ni se percataron hasta que alguien se acordó de “aquel señor de la barba”. Por su parte, el Presidente, como esos dictadores que viven en una burbuja de cristal, siguió compareciendo cada mes, puntual a su cita con las cámaras. Aunque no se percató de que nadie las dirigía, pues ni siquiera tenía la deferencia de  mirar a los plumillas.

Pero llegó el día en que cayó la venda y el Presidente se sintió ridículo hablándole a una nación (o a varias) que no escuchaba, si es que alguna vez lo había hecho. El enfado fue tremebundo con su círculo de allegados, aquellos que le habían aconsejado mantener un perfil público más tenue que la llama del cirio que ilumina muchas casas españolas. Él, que en privado pataleaba como un niño porque no le dejaban decir las cosas “como son”; él, que en alguna rueda de prensa envistió con brío contra sus críticos espetándoles que los recortes son inevitables, pero que tuvo que amarrar su bravura ante la imposibilidad de confirmar la mayor: los recortes son inevitables con una tasa de paro africana y con el empecinamiento de nuestra única posible salvadora (Merkel) en que España entre en la postmodernidad por un tubo estrecho y lleno de pinchos. Él, el que tenía que traer trabajo, se había quedado sin, sin comerlo ni beberlo.    

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