martes, 26 de febrero de 2013

¡Cabezón al agua!


Arnau Margenet 
Hace ya nueve años, en 2004, que un maremoto arrasó la costa de Tailandia llevándose consigo la vida de 230.000 personas. Cuando la naturaleza se manifiesta en su versión más brutal hay poco margen para las reflexiones. Recuento de vidas humanas y daños materiales. Punto. Tal vez el debate de rigor a fin de plantear medidas de evacuación y minimizar daños en futuras ocasiones o para abordar la recuperación de la zona, pero poco más. A nivel personal, lo mismo. Tras la muerte sólo hay consuelo para el que está vivo. Para el muerto no hay acción ni pensamiento que tenga ya sentido, ni siquiera la honra de terceros. Sin embargo, el vivo se empeña en demostrar lo contrario. El vivo siente la necesidad de dar sentido a la condición de muerto que adoptan las personas cuando dejan de respirar y tratan de encajar un porqué más allá de la certeza física: que deja de respirar y ya no vive. Por eso el vivo se obceca, atávicamente, desde sus primeros ancestros, en darle honra al muerto mediante un variado surtido de protocolares que varía según el lugar y el momento de la historia en el que se acontezca la muerte. En algunas comunidades asiáticas es tradición honrar al muerto mediante una fiesta en la que se canta, baila y se ofrecen dádivas al difunto para que las disfrute en su siguiente vida. Aquí somos más de llorar, de echar de menos la cercanía corpórea y fustigarnos con el recuerdo difuso del ser querido. El significante en plena búsqueda de significado. El hombre buscando respuestas de consuelo en liturgias en cuyo origen yace la mano del ancestro que procura a su tribu una mentira piadosa, pero que, de tan remotas y socorridas que son, ahora, su estirpe, las cree parte de su lógica racional: devolver las cenizas del marinero al océano matriz; dejar que el cauce del río se lleve el cuerpo inerte del ser querido para que siga su rumbo hacia la otra vida; la tierra que lo vio nacer, de la que emergió y se alimentó, se lo volverá a tragar en santa sepultura, etc. Otro astuto –como cobarde mecanismo humano para no desfallecer ante lo inefable y mísero de la existencia.


Los vivos del tsunami vivirán el resto de sus días con ese recuerdo incrustado entre sien y sien, hostigándoles. Pero bendito hostigamiento ¿no? Es lo que tienen los conceptos, que, ya sean de carácter benigno o maligno, siempre necesitan de sujetos vivientes para ser ideados, almacenados y escenificados. La muerte haciéndole bullying a la vida. Se la vie, que dijo alguien.

Entre los supervivientes –entre los cuales nos podemos incluir dado que la Naturaleza no entiende de escalas–, hubo una familia española que vivió el fenómeno en primera fila. María, su marido Quique y sus tres hijos Simón, Tomás y Lucas tuvieron la suerte de tomar las decisiones a contrapelo de la ola mortal, y salvarse. La odisea que vivió la familia llegó a los oídos del director catalán J.A Bayona a través de la productora Belén Atienza, que escuchó por la radio como la misma María Belón narraba su historia. Así nació ‘Lo imposible’, que ha sido un pelotazo industrial, que se ha convertido en la producción más taquillera de la historia del cine español y que, el pasado domingo, fue reconocida en una reivindicativa y –para variar accidentada gala de los premios Goya con un cabezón a la mejor dirección.

Un paréntesis, sin ánimo de abordar la crónica del acontecimiento ni su historia: Cabezón, así se apoda amistosamente la figura de bronce que la Academia Española de Cine entrega anualmente a los premiados del certamen, un busto cincelado a imagen y semejanza del rostro de Francisco de Goya, un señor de antes que pintaba (!).

El quid. Resulta que María Belón, la matriarca de la familia superviviente y coguionista de la película, se ha dejado llevar –tal vez sería mejor decir que ha actuado bajo presunción humana– por ese extraño pensamiento que impele a los seres humanos a envolver de mística los sucesos que escapan a la razón. Sí, en efecto, María Belón lanzará el busto de Goya al mar.

Se diría que, así, de primeras, es lo que a uno le saldría hacer. Es decir, si una muerte ordinaria ya pide un ‘coloco una pompa fúnebre y musito ruegos a deidades que están en mi cabeza’, la muerte de 230.000 personas engullidas por el mar y su posterior plasmación en una película que es galardonada pide ‘tiro de galardón al mar’. Casi no hay ni que pensarlo. Es el ciclo perfecto, un contundente broche de simbolismo, imposible de eludir, de no acometerlo si se vive bajo la aplastante y preventiva lógica ancestral. “¿Tirar el premio al mar? ¡Qué original y profundo! ¡Practiquemos la justicia divina!”. No me jodas…

Es la épica del absurdo. Más aún si tenemos en cuenta que el éxito y la fatalidad comparten misma causa. Más todavía si la idea es ofrecerle al mar, que quitó la vida a tanta gente, el fruto de lo que se supone es una oda a la vida. MÁXIME si hay gente viva que aún malvive por culpa del tsunami. Al mar no hay que darle nada en absoluto. En el mar sólo hay agua salada, plancton y seres marinos. El mar no es un ente capaz de entender que alguien lance cosas en él, cualquiera que sea el fin. El mar no es un baúl mágico que alberga y salvaguarda eternamente las buenas intenciones de los humanos. En el mar no hay 230.000 almas aguardando el cierre de ese ciclo vital que persiste, precisamente, en la mente de los vivos, para ‘irse en paz’. Es comprensible que a uno le salga mimetizar los gestos y ritos de los que nos preceden, y convenga la existencia de una balanza cósmica en la que se ponderan la vida y la muerte a fin de hallar el apaciguamiento del alma. Quiero decir, no seré yo quien prive a nadie de pensar así. Pero, ¿por qué María Belón no hace una cosa? ¿Por qué en vez de lanzar el precioso pedrusco no lo subasta y destina los beneficios a alguna de las ONG’s que, aún a día de hoy, hacen labores de recuperación infraestructural y social en la zona devastada? ¿Cuánto dinero puede valer un cabezón, así, a la baja? ¿100.000 euros? No subestimemos el fetichismo de la gente ni la natural excentricidad de los millonarios... ¿En vez de honrar a los muertos –algo que no deja de parecerme, como poco, excéntrico– por qué no honramos a los vivos, y de paso, les proporcionamos un viso de futuro? ¿No arrasó el tsunami escuelas u hospitales, casas y barriadas enteras? ¿No hay gente sufriendo aún las consecuencias de esa ola? ¿Por qué no suplantar la simbología por la practicidad y hacer algo justo de verdad? ¡¿Qué coño hace un pedrusco de cientos de miles de euros en el puto fondo del mar?!

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo, a mí también me pareció una chorrada demagógica lo de tirar el Goya al mar!Creo que a la señora Belón le están pudiendo sus ansias de protagonismo.
    Bona reflexió Arnau!

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