Arnau Margenet
Hace ya nueve años, en 2004, que un maremoto arrasó la costa
de Tailandia llevándose consigo la vida de 230.000 personas. Cuando la
naturaleza se manifiesta en su versión más brutal hay poco margen para las
reflexiones. Recuento de vidas humanas y daños materiales. Punto. Tal vez el
debate de rigor a fin de plantear medidas de evacuación y minimizar daños en futuras
ocasiones o para abordar la recuperación de la zona, pero poco más. A nivel
personal, lo mismo. Tras la muerte sólo hay consuelo para el que está vivo. Para
el muerto no hay acción ni pensamiento que tenga ya sentido, ni siquiera la
honra de terceros. Sin embargo, el vivo se empeña en demostrar lo contrario. El
vivo siente la necesidad de dar sentido a la condición de muerto que adoptan
las personas cuando dejan de respirar y tratan de encajar un porqué más allá de
la certeza física: que deja de respirar y ya no vive. Por eso el vivo se
obceca, atávicamente, desde sus primeros ancestros, en darle honra al muerto mediante
un variado surtido de protocolares que varía según el lugar y el momento de la
historia en el que se acontezca la muerte. En algunas comunidades asiáticas es
tradición honrar al muerto mediante una fiesta en la que se canta, baila y se
ofrecen dádivas al difunto para que las disfrute en su siguiente vida. Aquí
somos más de llorar, de echar de menos la cercanía corpórea y fustigarnos con
el recuerdo difuso del ser querido. El significante en plena búsqueda de
significado. El hombre buscando respuestas de consuelo en liturgias en cuyo
origen yace la mano del ancestro que procura a su tribu una mentira piadosa,
pero que, de tan remotas y socorridas que son, ahora, su estirpe, las cree parte de su lógica
racional: devolver las cenizas del marinero al océano matriz; dejar que el
cauce del río se lleve el cuerpo inerte del ser querido para que siga su rumbo
hacia la otra vida; la tierra que lo vio nacer, de la que emergió y se
alimentó, se lo volverá a tragar en santa sepultura, etc. Otro astuto –como cobarde– mecanismo humano para no desfallecer ante lo inefable y mísero de la existencia.